Pañales usados para tejados verdes

 
Sí, han leído bien. Los pañales sucios pueden convertirse en el sustrato ideal para la construcción de cubiertas vegetales. Los pañales de usar y tirar suponen un grave problema para el medio ambiente porque sus componentes no son biodegradables y suelen acabar en vertederos. A pesar de que empiezan a haber alternativas válidas a los pañales desechables y de que han surgido algunas empresas, como Knowaste, dedicadas al reciclaje de pañales, la mayor parte de consumidores aún se decantan por este tipo de pañales de un solo uso.

La mayoría de pañales desechables contienen SAP (Polímeros Súper Absorbentes). Químicamente son unas partículas de poliacrilato de sodio que a la vista humana se aprecian como un polvo blanco sin olor. Este material es capaz de absorber hasta 30 veces su peso en fluido, una propiedad que lo hace idóneo para su uso en pañales, toallas higiénicas o procesos químicos que requieran la absorción de agua. Un pañal, por lo tanto, puede contener hasta medio litro de orina, lo que lo hace además una fuente importante de nitrógeno.

Los tejados verdes, cubiertos parcial o totalmente por plantas, son interesantes porque, entre otras cosas, mejoran la climatización del edificio, filtran contaminantes del aire y de la lluvia, reducen el calentamiento excesivo de las ciudades,  preservan la biodiversidad urbana y actúan como barreras acústicas. Las plantas que viven en estos tejados verdes, si bien están adaptadas a condiciones extremas, necesitan igualmente un aporte de agua y de nutrientes. De ahí que los arquitectos del estudio Qenep introdujeran los pañales usados en uno de sus proyectos, porque además de que los SAP son capaces de acumular mucha agua que puede ir consumiendo la planta a lo largo del tiempo, van cargados de nitrógeno de la urea, nutriente esencial para los vegetales.

Los objetos dicen

El pensador William James, padre de la psicología funcional, aseguraba que si se quiere crear o romper un hábito uno tiene que hacer aquello que se plantea durante 21 días consecutivos, para convertirlo así en un acto subconsciente. Dudo que podamos cambiar en poco más de dos semanas una manera de hacer que nos distingue desde los inicios del siglo XX, pero creo que merece la pena intentarlo. Me refiero al consumismo, una conducta que aparece tras el capitalismo y que asociamos desde entonces a un símbolo de status, prestigio y satisfacción personal, como bien explica el antropólogo Marvin Harris. Diversos son los factores que nos inducen a comprar de forma apremiante, pero la mayor parte son culturales, determinados por unas reglas sociales que nosotros mismos hemos impuesto y que miden el reconocimiento del individuo en la sociedad por el volumen de cosas consumidas. En pocas palabras, parece que es mejor quien más tiene.

Gran parte de la responsabilidad recae en la cadena de creación de esas cosas, en la que se encuentran los diseñadores. La publicidad, el usar y tirar, la obsolescencia programada, la obsolescencia percibida, las modas,… incentivan la generación de necesidades y anhelos que, aparentemente, solo pueden verse satisfechos con la compra de productos. Doctrinas como el “cuanto más, mejor” o “no importa el qué, sino el cuánto” deberían quedar aparcadas para siempre, no ya porque la capacidad de carga del planeta está llegando a su límite –que también-, sino porque no es cierto que uno sea más feliz cuanto más posea. Ezio Manzini promulga la idea de que un mayor bienestar se consigue con un menor consumo de recursos asociado a una mayor capacidad de sociabilidad. Es decir, migrar hacia un sistema económico de servicios (y no de productos), integrar un modelo de intercambio y cooperación entre ciudadanos y quedarse con aquello necesario, eliminando lo superfluo, lo que nada nos aporta, lo que –en definitiva- para nosotros carece de valor.

No es tan descabellado pensar que podemos vivir con menos objetos, pero mejor seleccionados. De hecho, ya lo hemos empezado a hacer: en el supermercado, por ejemplo, cada vez son más las personas que han adquirido el hábito de voltear el producto y mirar la etiqueta para descubrir la historia de lo que están comprando. Si su currículum nos convence, lo consumimos; si, por el contrario, vemos que algo no cuadra, lo retornamos al estante. El consumidor -aunque a veces se nos olvide- tiene el poder de elegir entre un producto, el otro o ninguno de los dos. Y ese poder se mantiene sobre cualquier cosa, sea comestible o sirva para sentarse, sea de compra o heredado, sea algo tangible o un servicio dado. Debemos comenzar a interrogar a las cosas que quieren formar parte de nuestras vidas: ¿de dónde vienes? ¿Qué me aportas? ¿Realmente te necesito? ¿Cómo estás hecho? ¿Y quién te ha hecho? ¿Qué harás cuando ya no me seas útil? Si lo hacemos, seremos más libres para decidir con mayor información y mejor conocimiento qué pasa el casting y qué no.

Si, por un instante, hacemos un recuento mental de todas nuestras pertenencias, ¿de cuántas de ellas sabemos su historia? ¿Podemos asociar esos objetos a algún instante de nuestra existencia? ¿Sabemos cómo llegaron a nosotros? En un mundo en el que todos tenemos la misma colección de objetos clonados, es fundamental poder reivindicar el valor simbólico de nuestros objetos, lo que significan para nosotros, de conocer la vida de cada uno de ellos y de quedarnos con los que nos interesa. De la misma manera que me resulta más enriquecedor comerme unos guisantes que le compré al campesino y que sé que recolectó ayer por la tarde (los pelo yo, cuido hasta el mínimo detalle en su cocción, me saben mejor), disfruto más de la experiencia que me dan aquellas zapatillas que me regaló mi padre y que sé que están hechas con materiales naturales y producidas en España (trato de que me duren, las cuido).

Seguro que si fuéramos más rigurosos en ese casting de objetos que quieren venirse con nosotros a diario, al final tendríamos una colección de cosas que sería de 1.000 en lugar de 10.000, pero todas ellas nos aportarían algo y tendrían su historia que contar. Se impondría la calidad por encima de la cantidad. Sin lugar a dudas, nos quedan más de 21 días para llegar a variar nuestro estilo de vida y consumir de otro modo, pero el cambio es, cuando menos, atractivo.

Post publicado en el blog Experimenta de Nutcreatives

RE: Stem

Stem es una pared viviente, capaz de interaccionar con la luz solar y generar oxígeno. Está compuesta por botellas de plástico rellenas de agua y algas fotosintéticas. Cuando el sol pegue fuerte, el crecimiento de algas será elevado, por lo que la pared dejará pasar poca luz. En cambio, si la luz solar es escasa, la cantidad de clorofila disminuirá, por lo que el color de las botellas virará a transparente. Stem es una idea de Claudia Pasquero para un concurso sobre diseño sostenible de Core77.

Post publicado en Resseny el 29 de mayo de 2007

Souvenir holandés

En Holanda hay mucho cerdo. Y no hablo de los excéntricos centrocampistas que se hartaron de dar patadas en la final del Mundial de fútbol. Me refiero a la industria ganadera, un sector muy importante en el norte de Europa. Este sector tenía un problema en los años ’90 con la gestión de sus residuos: tanto cerdo producía tan gran volumen de estiércol que el pequeño país era incapaz de absorberlo todo y, por lo tanto, tenía que exportarlo a otros países para su correcta gestión. Para enviarlo fuera de sus fronteras se puede hacer  a) de la manera convencional, en barco o camión, o b) se puede usar el coco para pensar un sistema en el que se vayan sacando pequeñas porciones de este residuo sin que suponga ningún trauma –económico o social- sino más bien al contrario: que, como dicen en el mercado, te lo quiten de las manos. Andreas Müller, de Droog Design, se planteó lo siguiente: ¿quién se lleva gustoso una parte de Holanda cada vez que sale del país? El turista ¿Qué es lo segundo –todos sabemos qué es lo primero- más típico del país y más solicitado por el turista? Los tulipanes. 

Así, el diseñador creó en el ’94 el Bolle Box, un envase hecho de estiércol seco para los bulbos que se venden en las tiendas de souvenires. La estimulante propuesta es la pieza que faltaba en el puzle para comprender todo lo que rodea a un objeto (el pack, los materiales, el contexto de acción,…): además de tratarse de un envase que beneficia al bulbo que contiene -ya que está hecho de materia orgánica, comida para la planta- Müller transforma algo no querido, repudiado, en algo con valor, ansiado por el turista, que se lleva a su tierra parte de un residuo industrial potencialmente problemático. Y tan contento.

Plásticos marinos

  
 
Si esta temporada vais a la playa y notáis que hay menos residuos plásticos en la arena, dadle  las gracias a Steve McPherson. El artista inglés se ha dedicado durante los últimos 15 años a recoger objetos de la costa norte de Kent, en Reino Unido. Restos desgastados por las olas y blanqueados por el sol, trozos de objetos que dejan una historia desconocida tras de sí para comenzar una nueva etapa como parte de los mosaicos que Steve crea ordenándolos según forma y color. Una gran idea a imitar para limpiar nuestras sufridas costas.

El modelo para la próxima revolución industrial

"Es hora de que los diseños sean creativos, abundantes y prósperos desde el principio. Puede que el modelo para la Próxima Revolución Industrial haya permanecido en todo momento ante nuestros ojos: un árbol". 
Albert Einstein

La plaza del azufaifo

Como cuenta Goytisolo en sus Palabras para Julia, “un hombre solo, una mujer, así tomados de uno en uno, son como polvo, no son nada.” Pero si se unen, pueden salvar un árbol bicentenario: el azufaifo de la calle Arimón. Que unos vecinos intenten salvar un árbol parece una muy humilde meta. Pero en el barrio de Sant Gervasi de Barcelona se convirtió hace un par de años en una cruzada simbólica: David contra Goliat, el ciudadano de a pie contra la vorágine constructora y la cruda razón económica, dueñas del destino de nuestro bienestar.

Isabel Núñez lideró esta revuelta vecinal que ha ido ganando batallas (desde impedir su tala y su trasplante, hasta conseguir su catalogación como árbol de interés local y evitar la construcción de equipamientos alrededor que dañara sus raíces) y que, por el momento, mantiene el árbol en pie. La escritora narra la historia del azufaifo o jinjolero y cómo los vecinos fueron superando todo tipo de trabas en el libro “La plaza del azuifaifo”, un escrito humilde, pero que carga contra la progresiva fealdad de nuestra ciudad, consecuencia de la ignorante arrogancia de (muchos) arquitectos y urbanistas (“[…] No nos damos cuenta de que lo hacen por nosotros, nos modernizan, nos sitúan en un paisaje mejor, más acorde con estos tiempos. Nos ayudan. Somos iletrados y desagradecidos. […]”) y la terrible flema de nuestra clase política, que “no recuerdan que son empleados nuestros, que nosotros les pagamos, que no sólo tenemos derecho a votar y a mantenerles o a echarles de sus puestos, sino que eso implica atendernos con respeto y escucharnos, y que esa escucha podría mejorar su gestión.”

El libro supone una muestra de lo que ha sido el modelo de crecimiento español de los últimos tiempos, sujeto de manera exclusiva a las virtudes del cemento en detrimento de las personas y nuestro entorno.

A propósito de los árboles de las ciudades, la autora hace referencia a que España es el país más arboricida de Europa y que, pese a las campañas políticas que aseguran –y que habría que verificar- que el número de árboles de la ciudad es de los más elevados entre las urbes europeas,  lo que realmente importa es la calidad del patrimonio arbóreo. Los “palillos chinos con dos hojitas y alcorques diminutos” de Barcelona nunca llegarán a comportarse (a nivel ecológico, de intercambio de gases,…) de la misma manera que los árboles europeos. Y eso es debido, en gran parte, a la falta de cultura y de respeto hacia el patrimonio natural que nos rodea.

Haciendo el ejercicio, he captado unas imágenes al azar de diferentes ciudades europeas: Milán, Lisboa, París, Oslo, Hamburgo y Barcelona, respectivamente. La densidad de población vegetal en las calles, la masa arbórea aérea y el diámetro de copa no tienen punto de comparación. La realidad es triste. Lo que nosotros tenemos en la ciudad no son árboles: son caricaturas deformes fruto de una poda estúpida o  un mal sustituto raquítico de lo que en otros lugares cuidan y se enorgullecen.
 
 
 
o: El hombre que sembraba árboles o Árboles, no bombas o Sentier Battu