El pensador William James, padre de la psicología funcional, aseguraba que si se quiere crear o romper un hábito uno tiene que hacer aquello que se plantea durante 21 días consecutivos,
para convertirlo así en un acto subconsciente. Dudo que podamos cambiar
en poco más de dos semanas una manera de hacer que nos distingue desde
los inicios del siglo XX, pero creo que merece la pena intentarlo. Me
refiero al consumismo, una conducta que aparece tras el capitalismo y
que asociamos desde entonces a un símbolo de status, prestigio y
satisfacción personal, como bien explica el antropólogo Marvin Harris.
Diversos son los factores que nos inducen a comprar de forma apremiante,
pero la mayor parte son culturales, determinados por unas reglas
sociales que nosotros mismos hemos impuesto y que miden el
reconocimiento del individuo en la sociedad por el volumen de cosas
consumidas. En pocas palabras, parece que es mejor quien más tiene.
Gran parte de la responsabilidad recae en la cadena de creación de esas
cosas, en la que se encuentran los diseñadores. La publicidad, el usar y
tirar, la obsolescencia programada, la obsolescencia percibida, las
modas,… incentivan la generación de necesidades y anhelos que,
aparentemente, solo pueden verse satisfechos con la compra de productos.
Doctrinas como el “cuanto más, mejor” o “no importa el qué, sino el
cuánto” deberían quedar aparcadas para siempre, no ya porque la
capacidad de carga del planeta está llegando a su límite –que también-,
sino porque no es cierto que uno sea más feliz cuanto más posea. Ezio
Manzini promulga la idea de que un mayor bienestar se consigue con un menor consumo de recursos asociado a una mayor capacidad de sociabilidad.
Es decir, migrar hacia un sistema económico de servicios (y no de
productos), integrar un modelo de intercambio y cooperación entre
ciudadanos y quedarse con aquello necesario, eliminando lo superfluo, lo
que nada nos aporta, lo que –en definitiva- para nosotros carece de
valor.
No es tan descabellado pensar que podemos vivir con menos objetos, pero mejor seleccionados.
De hecho, ya lo hemos empezado a hacer: en el supermercado, por
ejemplo, cada vez son más las personas que han adquirido el hábito de
voltear el producto y mirar la etiqueta para descubrir la historia de lo
que están comprando. Si su currículum nos convence, lo consumimos; si,
por el contrario, vemos que algo no cuadra, lo retornamos al estante. El
consumidor -aunque a veces se nos olvide- tiene el poder de elegir
entre un producto, el otro o ninguno de los dos. Y ese poder se mantiene
sobre cualquier cosa, sea comestible o sirva para sentarse, sea de
compra o heredado, sea algo tangible o un servicio dado. Debemos
comenzar a interrogar a las cosas que quieren formar parte de nuestras
vidas: ¿de dónde vienes? ¿Qué me aportas? ¿Realmente te necesito? ¿Cómo
estás hecho? ¿Y quién te ha hecho? ¿Qué harás cuando ya no me seas útil?
Si lo hacemos, seremos más libres para decidir con mayor información y
mejor conocimiento qué pasa el casting y qué no.
Si, por un instante, hacemos un recuento mental de todas nuestras
pertenencias, ¿de cuántas de ellas sabemos su historia? ¿Podemos asociar
esos objetos a algún instante de nuestra existencia? ¿Sabemos cómo
llegaron a nosotros? En un mundo en el que todos tenemos la
misma colección de objetos clonados, es fundamental poder reivindicar el
valor simbólico de nuestros objetos, lo que significan para
nosotros, de conocer la vida de cada uno de ellos y de quedarnos con los
que nos interesa. De la misma manera que me resulta más enriquecedor
comerme unos guisantes que le compré al campesino y que sé que recolectó
ayer por la tarde (los pelo yo, cuido hasta el mínimo detalle en su
cocción, me saben mejor), disfruto más de la experiencia que me dan
aquellas zapatillas que me regaló mi padre y que sé que están hechas con
materiales naturales y producidas en España (trato de que me duren, las
cuido).
Seguro que si fuéramos más rigurosos en ese casting de objetos que
quieren venirse con nosotros a diario, al final tendríamos una colección
de cosas que sería de 1.000 en lugar de 10.000, pero todas ellas nos
aportarían algo y tendrían su historia que contar. Se impondría la calidad por encima de la cantidad.
Sin lugar a dudas, nos quedan más de 21 días para llegar a variar
nuestro estilo de vida y consumir de otro modo, pero el cambio es,
cuando menos, atractivo.